Contrato social, pluralismo y diálogo en el espacio público argentino
1 de diciembre de 2022
Por Damián Andrés Cantón Gardès
A lo largo de la historia de la humanidad, todas las comunidades se encuentran ante el desafío de resolver, al menos, cinco problemas vitales (Bajoit, 2003). Estos son qué y cómo producir riqueza (economía), cómo impartir la justicia (legalidad), desarrollar un sentido de pertenencia y socialización (cultura), la articulación con otras comunidades (política externa) y, quizás la que otorga la base de las anteriores, la convivencia pacífica interna capaz de conjugar la diversidad de intereses existentes (contrato social).
Ya Rousseau, en 1761, definía al contrato social, como aquel que logra distribuir el poder de un modo más equitativo y legítimo gracias a los mecanismos de participación efectivos. Las premisas de su pensamiento, que sienta las bases del modelo republicano y democrático, atribuyen a los individuos miembros de una comunidad ejercer su soberanía por encima del Estado como también de las dictaduras, tiranías o autocracias.
En términos rousseaunianos, el contrato se conforma en base a una convención de individuos que aceptan lo “ público” como algo compartido y construido. No es posible vivir en el estado de naturaleza ni tampoco ejercer la fuerza individual sino que se requiere de la convivencia armónica capaz de proteger a sus integrantes. Cada uno pone en común su propia persona bajo la suprema dirección de la voluntad general y devendrá en ello, un beneficio igual o superior a lo que se ha entregado.
De esta manera, el contrato social, es moral. O sea, se nutre de los conceptos del bien común y de la búsqueda por una vida buena convocante para todos sus integrantes.
Descendientes de los barcos junto a muchas otras comunidades
La composición de la estructura socio cultural en Argentina, comprende una considerable mayoría de descendientes ya de tercera generación de inmigrantes provenientes en mayor medida de Italia, España y Francia entre las últimas décadas del Siglo XIX y principios del Siglo XX. Ahora bien, ser mayoría dista de ser uniforme. Esto implica, que, además de los “descendientes de los barcos”, existen otras comunidades con diversos sentidos de pertenencia como son los pueblos originarios, colectividades de inmigrantes sobre todo de países limítrofes, refugiados de diversos países en conflicto, población gitana o afro argentinos, entre otros;, que completan una larga lista que incluye, a su vez, una rica diversidad de confesiones religiosas.
Ahora cabe la pregunta ¿Cómo cohesionar este contrato social en búsqueda de un bien común? El sociólogo y filósofo alemán Jürgen Habermas (1999) ha construido una ética o lógica de acción centrada en la comunicación como la principal facultad humana que permite desarrollar la socialización. Es decir, que la clave de la construcción de una sociedad inclusiva consiste en el día (doble) – logo (razón). Retomando la perspectiva aristotélica que concibe al ser humano como aquel dotado de palabra y de razón, pero que se inscribe en una dimensión inter subjetiva. Es decir, que además de poseer un argumento y exponerlo de manera racional, es necesario construirlo con los demás.
Lo “público” es del “pueblo”. O sea, de todos quienes somos parte de una convivencia en un territorio determinado donde el contrato social mantiene un carácter abierto a todos sus miembros. Para Habermas, es necesario evitar las distorsiones sistemáticas de la comunicación promoviendo la igualdad, libertad, universalidad y ausencia de coacción. A su vez, la cultura mayoritaria debe renunciar a cualquier pretensión de hegemonía dando lugar al re-conocimiento real de la “otredad”.
Por lo tanto, es preciso superar las lógicas de las mayorías y del más poderoso, para dar lugar a una convivencia pacífica, de calidad y sensible a los más vulnerables en búsqueda de la justicia y el bien común.