Infancia y educación: tres ideas, un punto de encuentro y tres preguntas para abrir el juego.

29 de julio de 2024

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Por Soledad de la Riva. Médica pediatra, docente y especialista en diseño y comportamiento humano. Investigadora. Directora del Programa Kay: ecosistemas de bienestar y cuidado en entornos de enseñanza y aprendizaje.

La infancia es un tesoro lleno de promesas, vitalidad y asombro.

Los niños y niñas, con su curiosidad insaciable y su capacidad de alegrarse con las pequeñas cosas, representan lo mejor de la humanidad. Los adultos, incluidos los responsables de la educación, suelen perder estas cualidades naturales según se adaptan a un modelo educativo tradicional, es por ello por lo que exploramos la necesidad urgente de reconectar con nuestro "estudiante interior" y re imaginar una educación que nutra tanto a maestros como a alumnos, permitiendo un aprendizaje lleno de sentido, creatividad y bienestar.

Primera idea: partimos de que, por naturaleza, la infancia es sinónimo de promesa, frescura, vitalidad, asombro, capacidad de alegrarse profundamente con las pequeñas cosas, autenticidad, verdad, libertad, afecto, percepción a flor de piel y espontaneidad. Los niños y niñas son inclusivos por naturaleza, colaborativos, solidarios y sensibles a las necesidades de otros; enérgicos, vitales, entusiastas, valientes, creativos y buscadores. La infancia es una época de extrema curiosidad, de exploración, dotada de paciencia activa infinita y alegría por los descubrimientos.

Segunda idea: quienes somos hoy responsables de la educación, hemos sido esos niños y esas niñas. En el trabajo cotidiano por más de 30 años en procesos de indagación personal y autoconocimiento, entre adultos y educadores crecidos dentro del "modelo de educación tradicional" (donde se estudia y donde se forma para enseñar), ha sido necesario esconder, apagar, adormecer y, a veces, olvidar aquellas cualidades de dicha naturaleza para adaptarse a él. A todas las experiencias placenteras o difíciles ligadas al aprendizaje, se las llama "nuestro estudiante interior".

Tercera idea: planteamos que es hora de enseñar y de aprender con sentido: aprender a pensar, a desear, a cuidarnos a nosotros mismos, a los otros y al entorno. Es hora de que la educación construya un puente con la vida real, permitiendo el despliegue de competencias y habilidades como el pensamiento creativo, que permitirá encender la chispa de cualquier proyecto; la flexibilidad para abrazar el cambio; el pensamiento crítico, para tomar decisiones acertadas; el trabajo en equipo y colaborativo, para cumplir con objetivos compartidos; la comunicación clara y empática, que evite o alivie dificultades y conflictos de la vida diaria; y la madurez emocional, generando climas saludables para el propio desarrollo y el de quienes nos rodean. Es hora de que la educación brinde a los niños y a las niñas herramientas para crearse una vida digna de ser vivida.

Encontramos aquí un punto de encuentro entre el "estudiante interior" de maestros y profesores y "la vida interna" de los niños y niñas, quienes comparten la necesidad de experiencias que nutran la capacidad de asombro y de apertura a los misterios de la vida. Si se le quiere otorgar sentido, dirección y equilibrio a la práctica docente, es preciso entrar en contacto con nuestra propia verdad. Aquellos docentes que logren reconocer a su "estudiante interior" previamente adormecido afianzarán sus recursos de empatía y compasión, lo que mejorará la relación con los niños y niñas. Las infancias beneficiadas por estos maestros, conocedores de su propia verdad y dueños de una ilimitada capacidad de renovarse, estarán mejor preparadas para enfrentar los arduos desafíos del aprendizaje. La propia consciencia del "estudiante interior" contribuye provechosamente a mejorar la enseñanza, que se enriquece si comprendemos la relación que tienen nuestras propias experiencias escolares con nuestra práctica docente. Explorar los pasos que hemos dado hasta llegar a ser quienes somos optimiza nuestra condición para relacionarnos con la niñez. Acercarnos a nuestras emociones ligadas a nuestro propio proceso de aprendizaje nos permitirá acercarnos a las emociones de nuestros niños y niñas en esa misma situación; esto le dará mayor sentido y profundidad a la relación, convirtiéndola en una experiencia más agradable y nutritiva para todos.

Mirarse a sí mismo honestamente, revisando las propias experiencias de aprendizaje y reconociendo el estado de ese "estudiante interior", nos ofrece un recurso para crear espacios de aprendizaje rodeados de bienestar y cuidados.

Por ello llegamos a las siguientes preguntas:

¿Cómo sería una educación que no apague ni adormezca las cualidades naturales de la infancia, donde el niño no tenga que ocultar sus dones y su naturaleza para adaptarse?

¿Cómo sería una educación donde los maestros y maestras no pierdan la alegría de enseñar y de aprender?

¿Cómo sería una educación que permita y estimule el despliegue de las "inteligencias" que esos niños y niñas poseen por naturaleza y que luego necesitarán como herramientas para su futuro?

El juego queda abierto...