De los periódicos carcelarios a los teléfonos celulares: el derecho de los internos a informarse y comunicarse
3 de abril de 2023
Por Jorge Núñez, Doctor en Derecho de Universidad de Valladolid e investigador en Universidad Siglo 21 y dirige el proyecto Configuración y desarticulación de los postulados históricos del penitenciarismo argentino. Características del punitivismo penal en la Argentina (1933-2016). En la redacción del artículo también participaron los miembros del proyecto José Daniel Cesano, Luis González Alvo y Hernán Olaeta
En las últimas semanas, la agenda mediática se vio colmada de delitos cometidos en la cárcel a través del uso de telefonía móvil, que trajo diversos interrogantes sobre la legalidad o pertinencia de su uso. Para comprender la situación actual, es necesario comprender la historia, muchas veces desconocida, del sistema penitenciario.
A fines del siglo XIX, en el reformismo penitenciario a nivel mundial, surgió la idea de crear un periódico, editado por la administración carcelaria, destinado a la población penada, puesto que estaba prohibido el ingreso de diarios y revistas a las prisiones. El objetivo de estos boletines, de distribución gratuita semanal o mensual, con una extensión de 4 a 10 páginas, era la educación moral del recluso; es decir, la transmisión de valores y enseñanzas que operarían en el proceso de reinserción social de aquéllos, cuando salieran de prisión. Además, los informaría “sanamente” sobre lo que ocurría en el mundo exterior, en política, deportes, curiosidades y otros temas.
Como argumentaba en 1938 José María Paz Anchorena, Director General de Institutos Penales (lo que hoy es el Servicio Penitenciario Federal), el penado tenía necesidad de conocer lo que estaba ocurriendo en el mundo exterior y recibía información a través de diferentes canales: las visitas de familiares, las conversaciones con otros reclusos, con los maestros en el taller, con los guardiacárceles, etc. pero en general, afirmaba, “lo sabe mal. Conoce los hechos a través de una sola versión y, como es natural en el medio en que vive, los conoce en detrimento de la verdad”. Paz Anchorena concluía planteando que “…algún día, estos detenidos volverán a reintegrarse a la sociedad. ¿Es posible que desconozcan lo que ha sucedido en el tiempo que estuvieron encarcelados? ¿Es posible que ignoren los acontecimientos históricos, políticos y de todo orden acaecidos en el país y en el resto del mundo?
Pasaron 85 años de aquellas palabras, el mundo atravesó profundísimos cambios -tecnológicos, políticos, económicos, culturales y un largo etcétera-. También, claro, cambió radicalmente la comunicación y el acceso a la información en los establecimientos carcelarios: primero fue la radio, luego la TV y, mucho después, en marzo del año 2020, a partir del inicio de la pandemia de COVID-19, se permitió el uso de teléfonos celulares por parte de los internos.
La medida tomada por varios servicios penitenciarios -principalmente el más numeroso, el bonaerense, no así el Federal que no adhirió a esta resolución- tenía como objetivo que los presos mantuvieran contacto con sus familiares, ya que se prohibieron las visitas a las personas detenidas en unidades penales como forma de evitar contagios masivos que colapsaran el sistema de salud pública.
Tomando antecedentes nacionales e internacionales, se elaboraron una serie de rigurosas pautas para el uso de los celulares en las celdas: se estableció un registro de celulares que identificaba a cada usuario; solo se podrían comunicar por WhatsApp con familiares y usarlo para la educación a distancia, en aquellos casos que cursaban estudios en la prisión. Por último, se prohibía el acceso a las redes sociales (Instagram, Tik-Tok, Facebook, etc.).
La medida, tomada en una coyuntura sin precedentes a nivel mundial (la última pandemia, de gripe, fue en 1918), logró que la población carcelaria mantuviera el contacto con sus seres queridos en ese complejo escenario. Seguramente, esto incidió en la escasez de conflictos o motines, que, hasta donde sabemos, fueron muy pocos, localizados y controlados.
Tras la finalización del ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio), y la reanudación de las visitas de familiares a las cárceles, no se dio marcha atrás con la medida y continuó vigente el uso de telefonía celular. Según se afirma desde algunos sectores políticos esto incrementó el delito cometido u organizado detrás de las rejas, (estafas, secuestros virtuales, etc.).
Desde el servicio penitenciario plantean una visión diametralmente opuesta, que apunta a una disminución de la cantidad de delitos cometidos con celulares desde las prisiones y que, además, posibilitó el rápido esclarecimiento de ese tipo de ilícitos.
Esta discusión coyuntural sobre el uso de celulares por parte de la población penitenciaria, nos sirve para pensar temas de fondo, especialmente acerca del fin de la prisión. Si queremos que las cárceles sean simples lugares de castigo, los derechos de las personas presas obviamente no serán prioritarios, pero si pensamos que las prisiones deberían buscar la recuperación de las personas privadas de libertad, la prioridad sería cumplir sus derechos, más allá de los cuidados que requieran algunas situaciones en particular. Contrastar la situación existente hace un siglo atrás, nos confirma que la agenda política -mucho menos la mediática- ya no debate los fines de la prisión y que el discurso sobre la seguridad ha impregnado toda la discusión.
En suma, muchas veces la pregunta por el pasado no es el reflejo de una curiosidad vacua, sino que responde a cuestiones – vaya paradoja – de candente actualidad. Hacer historia de las cárceles – así, en plural; porque cada prisión en un microcosmos – no es el producto de inquietudes retorcidas por el sadismo con que los estados buscan combatir el delito. Por el contrario, ver cómo fueron las prisiones –sus lógicas, sus dinámicas, sus tiempos, sus ocupantes, sus carceleros– nos permite también comprender algunas situaciones que ocurren todos los días. El uso de la telefonía celular es una de ellas.
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